
La situación era más o menos la siguiente: destrozados después de las aplastantes victorias del rival, aquellos pobres hombres, antaño señores de Europa, no sabían qué hacer. La derrota no era una más: prometía ser humillante, y durante un tiempo así lo fue. Pero alguien sí sabía –ya lo había ensayado con desigual fortuna- qué se tenía que hacer y decir para devolverle a su parroquia herida el orgullo de ser quienes eran. Y ese alguien apareció, en esta ocasión para quedarse.
Sin apenas tiempo para que los vencedores paladeasen su triunfo en la todavía reciente campaña, los perdedores ya se estaban levantando, alentados por la figura redentora de un hombre hecho a sí mismo y con la cartera llena de fórmulas milagrosas (básicamente un proyecto global y connivencia con el poder económico). La masa ya no estaba huérfana. A partir de entonces las demostraciones de orgullo y de adoración al líder se sucederían. También los sueños sobre conquistas futuras. Europa podía echarse a temblar de nuevo.
Y como primer acto con el que asombrar al mundo, como espectáculo inaugural de una nueva era, las masas llenaron un estadio descomunal para convocar, decían, la excelencia en el deporte. Desde el primer momento, hubo quienes se percataron de que aquellas concentraciones de miles de personas tenían mucho más que ver con un mitin político que con un evento deportivo. “Sólo es deporte”, respondían indignados los fieles.
Sí, es cierto: los cuerpos perfectos inundaron inmediatamente los muros de las ciudades y las portadas de la prensa. Seguramente su contemplación fue causa de más de un desmayo entre los periodistas enfervorizados, también entregados a la causa. Una perfección modélica, a la que sin embargo muchos no iban a poder aspirar jamás. Pero la realidad es que, con ser importante, en el plan del nuevo mesías lo principal no era el atleta. Él sabía que la razón que había concitado a las multitudes en aquel magno evento era él mismo. El guía. El artífice de todo aquello.
No sabemos qué habría ocurrido si, como parecía escrito, el ahora profeta se hubiese limitado a levantar edificios, en lugar de almas en pena, acomplejadas y hundidas en la mediocridad. Lo que sí sabemos es que el espectáculo –la concepción espectacular del mundo- iba a ser su herramienta principal. Era, de hecho, el germen de su ideario. La inspiración con la cual iba a cambiarlo todo. Estética de masas -disfrazada de valores- al servicio del negocio de un tipo audaz con aires de grandeza totalmente fuera de lugar en pleno 2009.