martes, 4 de mayo de 2010

Metalenguaje II

Cuando empezó, la muerte ya estaba acechándole; aun así no hizo nada por esquivarla. Y si alguien podía, era él; un atleta que burlaba a todos con sus acrobacias, en la Lombardía medieval y también en un barco pirata del XVIII. Fue un trapecista que había dejado el trapecio y un boxeador que había dejado el boxeo. El último de los apaches en su tierra y el primero de los bandidos en Veracruz. Predicó la palabra de Dios sin creérsela demasiado, pero después servir al diablo, supo, en su juicio final, estar a la altura. Pensó que algo tenía que cambiar para que todo siguiese igual, aunque no tardó demasiado en hacer todo lo posible por abocarnos a un desastre nuclear. Y sin embargo fue capaz de detener un tren para salvar el arte.

Cuando tuvo que resignarse al papel de simple mafioso de tercera olvidado por todos, a quien lo único que queda es espiar cada noche a la vecina de enfrente, estaba claro que también iba a ser el mejor. Incluso para ser un perdedor miserable hay que tener cierto background. Y el suyo -eso debió de pensar Louis Malle- no tenía parangón; lo había hecho absolutamente todo.



Atlantic City, Louis Malle, 1980

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